El triunfo del libertinaje
Durante el franquismo, las autoridades nos aseguraban que no había que confundir la libertad con el libertinaje. La mayoría optamos entonces por el libertinaje, que por estar menos recomendado resultaba mucho más prometedor. En cuestiones de vida privada siempre he seguido fiel a esa elección temprana, aunque la merma de facultades haga poco a poco que mi libertinaje sea meramente rememorativo y virtual. Por el contrario, en el terreno político, cada vez tengo más claro que el libertinaje es en efecto un serio enemigo de la verdadera libertad... aunque desde luego por razones democráticas que no tenían curso legal en el franquismo.
¿Qué es el libertinaje? El término viene de los libertos en Roma: esclavos emancipados que sin amo eran incapaces de autodominio ni respeto voluntario a las normas de la decencia. Hoy quizá sea interesante rescatarle de la moral (o del puritanismo) y llevarlo a la política. Los libertinos ejercen sus libertades públicas en la sociedad sin pensar nunca en ella como un conjunto institucional que debe armonizar la libertad de todos. Ven claros los deseos de su grupo (no son individualistas predatorios, sino más a menudo rebaños individualizados) pero no las exigencias de la convivencia general. Escribió Leo Strauss que la pregunta política por excelencia es "¿cómo conciliar un orden que no sea opresión con una libertad que no sea licencia?" y su respuesta debe ser la educación. En España, con nuestros diecisiete planes de estudio diferentes le hubiera querido yo ver...
En las democracias, los grupos que forman la comunidad estatal suelen provenir de diferentes genealogías étnicas, con tradiciones distintas. De modo que la Ilustración propuso basar la unidad armónica de los ciudadanos en las normas presentes y futuras que podían compartir, no en los rastros del pasado distintos para cada cual. Como no eran iguales su memoria o su folclore, deberían serlo sus derechos y deberes (porque estos últimos atienden a lo común de todos, por encima de los caprichos atávicos que enfrentan a las banderías). Según este criterio, la libertad cívica es la proyección conjunta de opciones y garantías para todos los socios, mientras que el libertinaje es la obstinada reivindicación de la peculiaridad que no puede generalizarse ni comprende la virtud de lo general. Pues bien, mirando a nuestro alrededor no hay más remedio que reconocer el triunfo del libertinaje sobre la libertad. En Bélgica, en Kosovo, en Palestina, en Bolivia y en tantos otros lugares, el único vínculo social que parece contar es el de la genealogía étnica o histórica (sin otra alternativa que el fanatismo religioso, a menudo aún peor): los derechos cívicos compartidos sin apellidos culturales o ideológicos resultan abstracciones que a nadie contentan. Los mestizos, por
¿Qué es el libertinaje? El término viene de los libertos en Roma: esclavos emancipados que sin amo eran incapaces de autodominio ni respeto voluntario a las normas de la decencia. Hoy quizá sea interesante rescatarle de la moral (o del puritanismo) y llevarlo a la política. Los libertinos ejercen sus libertades públicas en la sociedad sin pensar nunca en ella como un conjunto institucional que debe armonizar la libertad de todos. Ven claros los deseos de su grupo (no son individualistas predatorios, sino más a menudo rebaños individualizados) pero no las exigencias de la convivencia general. Escribió Leo Strauss que la pregunta política por excelencia es "¿cómo conciliar un orden que no sea opresión con una libertad que no sea licencia?" y su respuesta debe ser la educación. En España, con nuestros diecisiete planes de estudio diferentes le hubiera querido yo ver...
En las democracias, los grupos que forman la comunidad estatal suelen provenir de diferentes genealogías étnicas, con tradiciones distintas. De modo que la Ilustración propuso basar la unidad armónica de los ciudadanos en las normas presentes y futuras que podían compartir, no en los rastros del pasado distintos para cada cual. Como no eran iguales su memoria o su folclore, deberían serlo sus derechos y deberes (porque estos últimos atienden a lo común de todos, por encima de los caprichos atávicos que enfrentan a las banderías). Según este criterio, la libertad cívica es la proyección conjunta de opciones y garantías para todos los socios, mientras que el libertinaje es la obstinada reivindicación de la peculiaridad que no puede generalizarse ni comprende la virtud de lo general. Pues bien, mirando a nuestro alrededor no hay más remedio que reconocer el triunfo del libertinaje sobre la libertad. En Bélgica, en Kosovo, en Palestina, en Bolivia y en tantos otros lugares, el único vínculo social que parece contar es el de la genealogía étnica o histórica (sin otra alternativa que el fanatismo religioso, a menudo aún peor): los derechos cívicos compartidos sin apellidos culturales o ideológicos resultan abstracciones que a nadie contentan. Los mestizos, por
numerosos que sean... harán bien en ir eligiendo secta antes de que sea demasiado tarde.
El ascenso triunfal del libertinaje político es particularmente notable en España. En todos los países que conozco, las leyes se promulgan tras un contraste de pareceres y debate parlamentario para marcar la directriz común a seguir. Pero entre nosotros las leyes no zanjan las polémicas, sino que las originan: que si deben cumplirse siempre o sólo en ciertos casos (hemos inventado la ley opcional, gran novedad), que si aquellos a los que no les gustan deben acatarlas, que si su aplicación depende de cómo marcha la política en cada momento, etcétera. Vean lo que pasa con las banderas en los edificios públicos, por ejemplo. Hay alcaldes que justifican no exhibirlas porque no se pueden "imponer los sentimientos" a nadie. Pero... ¿qué tienen que ver los sentimientos aquí? La bandera es un símbolo del orden constitucional, que cada cual puede "sentir" como le peta pero todos tenemos que acatar. Si yo veo una cruz roja en una puerta no es preciso que me emocione pensando en Henri Dunant y su humanitario invento suizo: lo importante es que ahí encontraré fármacos y asistencia médica cuando la precise. La bandera en un edificio público indica que ahí se está al servicio de la Constitución y por tanto al mío como ciudadano. Si sólo expresara un arrebato patriótico congestionado, el primero que pediría no izarla sería yo. Tiene razón el PNV al señalar que no es lo mismo poner la bandera en el País Vasco que en otras partes: es mucho más necesario en el País Vasco, porque ahí la Constitución y por tanto la ciudadanía está más amenazada que en ningún sitio.
En el terreno educativo, para qué contar. Cualquier pretensión de que el Ministerio intente aunar criterios escolares para el país es visto como una injerencia estatal intolerable en la libertad de los padres y de las autonomías, síntoma de un totalitarismo aprendido en Mussolini o Mao Tsetung. De modo que la Educación para la Ciudadanía es una imposición sobre las conciencias salvo que se adapte en cada caso al ideario de los centros y de los progenitores, más allá de que responda a valores comunes o no. Por supuesto, los mismos que claman por el derecho exclusivo de los padres a transmitir normas éticas a sus hijos -que afortunadamente sólo existe en su imaginación- protestan contra el velo islámico que ciertas niñas llevan para dar gusto a las creencias de sus padres. Y el laicismo, la pretensión ilustrada de salvaguardar la libertad de conciencia cívica frente al libertinaje teocrático, será el peor enemigo para quienes se consideran oprimidos en cuanto se les limita su derecho a oprimir. Mientras, las editoriales hacen versiones diferentes de los libros de bachillerato de acuerdo con los prejuicios ya no nacionalistas sino meramente localistas de cada autonomía regional. Los negociantes han decidido que para seguir siendo rentables lo mejor es dar a cada cual la razón como a los locos. La ministra celebra este desmadre como inevitable consecuencia de la libertad educativa, o sea del libertinaje que es incapaz de evitar. Los más hipócritas señalan que el asunto es de poca monta porque hoy los libros de texto son ya una parte menor del sistema escolar: es decir, que si por ejemplo en el País Vasco se utiliza un texto que no menciona para nada a ETA, el profesor puede remediarlo hablando de ETA por su cuenta a los alumnos y poniéndoles vídeos de Iñaki Arteta. La ambulancia la enviarán ellos luego, a cobro revertido.
Mención aparte merece el arrinconamiento vergonzante del castellano como lengua educativa. Por supuesto, el daño así causado no estriba sólo en el menosprecio de la lengua materna de muchos alumnos (no ya como españoles, sino estrictamente como vascos, catalanes, gallegos, etcétera) ni en el perjuicio laboral y social que se causa a los privados sin su consentimiento de un instrumento comunicativo de proyección mundial en nombre de otro culturalmente respetable pero menos rico en oportunidades por cuestiones geohistóricas: el núcleo del problema es que las democracias necesitan una lengua común por razones estrictamente políticas (el ejemplo de Bélgica es claro al respecto).
Y dicha lengua -que por supuesto debe convivir con otras históricamente arraigadas- no puede ser escamoteada o presentada de manera hostil sin atentado contra el funcionamiento de la democracia misma. Claro que esta consideración resulta ajena al libertinaje separatista, que últimamente se queja por ejemplo de que "pagan más y reciben menos", como si eso no fuera precisamente -más allá de que las inversiones estatales estén mejor o peor orientadas- la queja de todos los ricos contra los impuestos. Si no se tiene claro que toda riqueza particular tiene origen (y por tanto responsabilidad) social, es difícil sostener que los ciudadanos deben también compartir al menos una lengua parlamentaria, aunque conserven también otras.
El ascenso triunfal del libertinaje político es particularmente notable en España. En todos los países que conozco, las leyes se promulgan tras un contraste de pareceres y debate parlamentario para marcar la directriz común a seguir. Pero entre nosotros las leyes no zanjan las polémicas, sino que las originan: que si deben cumplirse siempre o sólo en ciertos casos (hemos inventado la ley opcional, gran novedad), que si aquellos a los que no les gustan deben acatarlas, que si su aplicación depende de cómo marcha la política en cada momento, etcétera. Vean lo que pasa con las banderas en los edificios públicos, por ejemplo. Hay alcaldes que justifican no exhibirlas porque no se pueden "imponer los sentimientos" a nadie. Pero... ¿qué tienen que ver los sentimientos aquí? La bandera es un símbolo del orden constitucional, que cada cual puede "sentir" como le peta pero todos tenemos que acatar. Si yo veo una cruz roja en una puerta no es preciso que me emocione pensando en Henri Dunant y su humanitario invento suizo: lo importante es que ahí encontraré fármacos y asistencia médica cuando la precise. La bandera en un edificio público indica que ahí se está al servicio de la Constitución y por tanto al mío como ciudadano. Si sólo expresara un arrebato patriótico congestionado, el primero que pediría no izarla sería yo. Tiene razón el PNV al señalar que no es lo mismo poner la bandera en el País Vasco que en otras partes: es mucho más necesario en el País Vasco, porque ahí la Constitución y por tanto la ciudadanía está más amenazada que en ningún sitio.
En el terreno educativo, para qué contar. Cualquier pretensión de que el Ministerio intente aunar criterios escolares para el país es visto como una injerencia estatal intolerable en la libertad de los padres y de las autonomías, síntoma de un totalitarismo aprendido en Mussolini o Mao Tsetung. De modo que la Educación para la Ciudadanía es una imposición sobre las conciencias salvo que se adapte en cada caso al ideario de los centros y de los progenitores, más allá de que responda a valores comunes o no. Por supuesto, los mismos que claman por el derecho exclusivo de los padres a transmitir normas éticas a sus hijos -que afortunadamente sólo existe en su imaginación- protestan contra el velo islámico que ciertas niñas llevan para dar gusto a las creencias de sus padres. Y el laicismo, la pretensión ilustrada de salvaguardar la libertad de conciencia cívica frente al libertinaje teocrático, será el peor enemigo para quienes se consideran oprimidos en cuanto se les limita su derecho a oprimir. Mientras, las editoriales hacen versiones diferentes de los libros de bachillerato de acuerdo con los prejuicios ya no nacionalistas sino meramente localistas de cada autonomía regional. Los negociantes han decidido que para seguir siendo rentables lo mejor es dar a cada cual la razón como a los locos. La ministra celebra este desmadre como inevitable consecuencia de la libertad educativa, o sea del libertinaje que es incapaz de evitar. Los más hipócritas señalan que el asunto es de poca monta porque hoy los libros de texto son ya una parte menor del sistema escolar: es decir, que si por ejemplo en el País Vasco se utiliza un texto que no menciona para nada a ETA, el profesor puede remediarlo hablando de ETA por su cuenta a los alumnos y poniéndoles vídeos de Iñaki Arteta. La ambulancia la enviarán ellos luego, a cobro revertido.
Mención aparte merece el arrinconamiento vergonzante del castellano como lengua educativa. Por supuesto, el daño así causado no estriba sólo en el menosprecio de la lengua materna de muchos alumnos (no ya como españoles, sino estrictamente como vascos, catalanes, gallegos, etcétera) ni en el perjuicio laboral y social que se causa a los privados sin su consentimiento de un instrumento comunicativo de proyección mundial en nombre de otro culturalmente respetable pero menos rico en oportunidades por cuestiones geohistóricas: el núcleo del problema es que las democracias necesitan una lengua común por razones estrictamente políticas (el ejemplo de Bélgica es claro al respecto).
Y dicha lengua -que por supuesto debe convivir con otras históricamente arraigadas- no puede ser escamoteada o presentada de manera hostil sin atentado contra el funcionamiento de la democracia misma. Claro que esta consideración resulta ajena al libertinaje separatista, que últimamente se queja por ejemplo de que "pagan más y reciben menos", como si eso no fuera precisamente -más allá de que las inversiones estatales estén mejor o peor orientadas- la queja de todos los ricos contra los impuestos. Si no se tiene claro que toda riqueza particular tiene origen (y por tanto responsabilidad) social, es difícil sostener que los ciudadanos deben también compartir al menos una lengua parlamentaria, aunque conserven también otras.
El nacionalismo separatista no es más que neoliberalismo insolidario: y la izquierda, en Babia.Tras el último atentado terrorista, las fuerzas parlamentarias y sociales se manifestaron unidas en Madrid "por la libertad y para la derrota del terrorismo". Valoro la añorada unidad y entiendo ese lema, pero sólo cuando es pancarta de los ciudadanos en el País Vasco. En cambio, no sé a quién se dirige cuando lo respalda el Gobierno o los partidos con representación parlamentaria: ¿a quién le piden "libertad"? ¿A ETA?, ¿al Altísimo, Señor de los Ejércitos? ¿No son ellos los encargados de garantizar nuestras libertades y de propiciar institucionalmente la derrota del terrorismo? ¿Por qué en vez de fingir una unidad postiza de niños asustados por el coco (o preocupados por la cercana cita electoral) no explicitan los motivos para no reunir el Pacto Antiterrorista o no firmarlo ya quienes aún lo rechazan? ¿Qué sentido tiene compartir pancarta con quienes se oponen a los juicios o la ilegalización del entorno terrorista? ¿Hasta cuándo seguirá el libertinaje partidista que nos impide luchar juntos por la verdadera libertad de todos?
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
No hay comentarios:
Publicar un comentario