domingo, 16 de septiembre de 2012

EDUCAR Y ENSEÑAR

http://www.vozbcn.com/2012/09/14/126092/futbolizacion-de-la-politica/
Finalizando el curso pasado propuse un análisis bastante pormenorizado de los problemas que acontecen en la educación a nivel externo, pero no entré especialmente a fondo en las dificultades internas con las que nos encontramos, cosa que sucintamente intentaré hacer ahora que estamos finalizando el curso actual.
No hace falta trabajar en la docencia para que el sentido común indique que los recortes generalizados en el sector no están beneficiando nuestra labor. Así, la bajada de casi un 20% del sueldo en algunos casos, el aumento de horas lectivas, de la ratio de alumnos por clase, la no sustitución de los compañeros de baja y la consiguiente pérdida de horas de refuerzo para los niños que más lo necesitan, entre otros, no ayudan al buen funcionamiento de ningún centro educativo.
Pero por encima de estos grandes males que aquejan al mundo educativo en el presente, quiero centrarme en un problema que hace más tiempo que envuelve la enseñanza, que no es otro que la filosofía que de fondo se va imponiendo, lenta pero irremisiblemente, en nuestro quehacer diario. Una forma de trabajar en la que parece que se quiera priorizar todos los aspectos relacionados con la educación, dejando a un lado los de la enseñanza; entendiendo el primer concepto como el conjunto de valores necesarios para formar ciudadanos cívicos y responsables y el segundo concepto como la adquisición de contenidos y habilidades intelectuales propiamente dichas.
Hace pocos días aparecía en la prensa una noticia acerca de una profesora despedida por enseñar demasiado a sus alumnos y lejos de causarme excesiva sorpresa, me sirvió de acicate para escribir estas líneas. Y es que, aunque el caso es especialmente extremo, la idea de fondo que impregna nuestro día a día, nos acaba llevando a situaciones de este tipo.
El sacrificio, el esfuerzo, la voluntad, la excelencia, incluso la competición, son valores descartados del hecho educativo y ampliamente denostados por una gran parte de los educadores. Se ha impuesto un buenismo utópico absolutamente alejado de la realidad de la sociedad, que lejos de ahondar en la mayor competencia del alumnado, lo relega a un segundo plano intelectual, que no beneficia a nadie. La inclusión, la participación del alumnado en la toma de decisiones, su autonomía, la convivencia u otros conceptos tan de moda en la pedagogía actual, son tratados como fines en sí mismos y no como elementos que ayuden a configurar una enseñanza basada en el conocimiento.
De esta manera, nos encontramos con situaciones en las que por no sacar alumnos fuera de clase en grupos de nivel en las materias instrumentales (matemáticas y lengua), no vaya a ser que se sientan diferentes, todos los alumnos bajan su competencia: los que podrían hacer más porque no se profundiza ni se amplían los conocimientos y los que tienen más dificultades de aprendizaje, porque en grupos tan amplios se pierden en explicaciones sencillas.
En la misma línea, no hace mucho nos encontramos con que los niños no tenían notas numéricas sino que pasaban a progresar adecuadamente o no, no fuera a ser que se nos traumatizaran por tener una adversidad en la vida. Al final se acabó descartando este modelo de evaluación, pero más en forma que en fondo. Siempre con la misma cantinela sobrevolándonos, se llegó a aconsejar no poner deberes en Primaria porque ya pasaban demasiadas horas en la escuela, cosa que siendo cierta, no debería poner en duda los beneficios evidentes que tiene repasar en casa lo trabajado en el aula, así como la potenciación del hábito de estudio.
No puedo dejarme en esta retahíla de despropósitos, la anulación previa denostación de la competición en la Educación Física o cualquier otro ámbito escolar. Resulta que en un mundo en el que todo es competitividad, en el que sólo los mejor preparados sobreviven, en el que las naciones compiten entre sí, las empresas compiten entre sí, los ciudadanos compiten entre sí para conseguir un trabajo, estudiar una carrera, coger un taxi o conseguir una pareja, eliminamos este elemento de vital importancia en nombre de la inclusión y la no marginación.
¿Pero es que no hay nada que margine más a alguien que el hecho de no poder competir en igualdad con el resto de personas? ¿Pero es que no se dan cuenta que se puede utilizar la competición en su justa medida como un valor básico para el pleno desarrollo de los chavales en el mundo real? Educamos en la utopía para llevar a nuestros alumnos al peligroso abismo de la realidad. Y con esto no pretendo defender la competición como único método de praxis educativa, faltaría más, pero sí pretendo criticar a todos aquellos que desde la facultad de magisterio, desde sus despachos alejados de la realidad escolar, desde su visión de flores y animalitos (no carnívoros) correteando por el campo, pretenden eliminar por completo aquello que llevamos en nuestro acervo genético y que nos ha hecho llegar a nuestros días como la especie dominante del planeta, para bien y para mal. Sin competición, sin el afán de superación, sin la lucha por ser mejor, el ser humano no hubiera evolucionado nunca, es nuestra esencia y no podemos obviarla, aunque evidentemente sí trabajarla adecuadamente para formar seres humanos racionales que sepan luchar por lo que quieren, sin pisar a nadie por el camino, respetando a los que le rodean y superando las frustraciones que puedan suponer no conseguir el objetivo deseado.
Cabe decir que los motivos que han llevado a esta situación se antojan complejos y variados. Quizá el fundamental sea que las leyes educativas generadas en el período democrático han querido distanciarse completamente de la enseñanza autoritaria de la aciaga época franquista. Algo que en concepto no tiene por qué ser malo, más bien todo lo contrario. El problema es que parece que en este país no hemos superado todavía la Guerra Civil, vivimos en la confrontación de bloques, en el maniqueísmo más absoluto y en un sectarismo que convierte en ideología todo lo que acontece.
De esta forma, la LOGSE y las posteriores leyes educativas, renunciaron explícitamente a un tipo de escuela más tradicional que alguna aportación interesante podría hacer probablemente en el sentido que indico en este artículo. En todo caso, la escuela no debería entrar en estos términos de falsa dicotomía, debería basarse en el consenso de todos los actores que tienen algo que aportar para su mejor funcionamiento y en la no instrumentalización de la misma para fines políticos de cualquier índole.
Por lo tanto, no tendríamos porque renunciar a la disciplina bien entendida, evidentemente sin castigo físico ni psicológico, como valor que genera y capacita para el conocimiento. Tampoco deberíamos desprendernos del valor del esfuerzo y el sacrificio como puntales necesarios para la consecución de cualquier objetivo vital, entre ellos el de avanzar intelectualmente. No deberíamos desechar el aprendizaje que supone la frustración y la superación de la misma a través de la voluntad y no tendríamos porque ver la búsqueda de la excelencia como algo clasista, más bien todo lo contrario, como algo fundamental para llegar a una igualdad de oportunidades efectiva y real.
Por todo esto, creo firmemente en la igualdad de oportunidades, pero no creo en igualar a la baja a los alumnos. Creo en la potenciación de la autonomía del alumno, pero lo veo desde el equilibrio que entiendo debe existir entre la potenciación de esa libertad para decidir del alumno, en consonancia con el aprendizaje de lo que significa realmente la libertad y la madurez que se necesita para poderla ejercer responsablemente; por lo tanto supervisada en todo momento por un adulto responsable.
Creo en la inclusión de los alumnos en los grupos-clase como valor añadido en el aprendizaje de los valores de solidaridad, compañerismo y aceptación de la diferencia entre otros, pero siempre que ésta suponga un avance en el conocimiento de todos. Creo también que la escuela es el lugar idóneo para trabajar el valor de la convivencia respetuosa entre iguales, pero a la vez creo que esa convivencia no puede pasar por encima del aprendizaje, quedando evidenciado a través de la experiencia que priorizando el aprendizaje mejoramos de manera natural la convivencia.
En general, como decía al principio de este artículo, entiendo que algunos valores muy de moda en la pedagogía actual, no deberían verse como fines en sí mismos, sino como complementos ineludibles en el avance del aprendizaje de nuestros niños. Hemos pasado de enseñar a educar y quizá viene siendo hora de que hagamos ambas cosas equilibradamente.
Daniel Perales es profesor de Primaria

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